lunes, 27 de octubre de 2008

Picos de Europa

“El día es un regalo”, anima Toño, y señala unas manchas de luces filtrándose por los recovecos de las cumbres que se adivinan desde el salón de la casa rural. En este hogar de tres pisos de piedra y madera se respira a leña. Bebemos zumos de naranja y mojamos un esponjoso bizcocho casero en el café de pote con leche de vaca-vaca. A través del vidrio empañado se va desperezando la Posada de Valdeón, un pueblo ciego a los albores y los ocasos, encajonado entre paredes de roca de hasta 2.600 metros.
Los tres kilómetros hasta Caín (el punto más bajo de la provincia de León) los hacemos en coche, a través de una ruta en zigzag que se angosta hasta un único carril y se precipita a un abismo de 60 metros. Una vaca dominguera y de expresión bobina nos abre paso, rumiando que por esa ladera conviene ir a su ritmo. El acoso visual del otoño en la montaña comulga con el perfecto aire de la garganta natural que mece al río Cares. Provincianos y carteles asturleoneses advierten desprendimientos lapidarios, caballos sueltos, buitres leonados y otros carroñeros designios. Nada dicen de las cagadas de cabras, que suelen hallarse en las zonas más escabrosas e inescrutables de España.
Las hojas caducas que alfombran la ladera nos evocan la infancia de los mocos pegados a los puños, y evocando mocos erramos el camino. “¿Qué vais a hacer? ¿La ruta del Cares?” Asentimos. “¡Pues es pa’ allá!”, sonríe el trío de viejos lugareños sobre un tronco enmohecido. Con el mentón indican la dirección opuesta, donde un vistoso cartel, sobra decir, ratifica: Caín-Culiembro-Los Collados-Poncebos; 24 km. (ida y vuelta) entre los macizos Central y Occidental de los Picos de Europa.
Marchamos por senderos escarpados, pedregosos, de abundante vegetación junto a los paredones calizos y pizarras del desfiladero. Aquí un resbalón o tropiezo, de esos que da cualquiera en la vida, es caída sin cuento. Estos senderos de ganado y pastores, ya documentados en el siglo XV, salpicados de cuevas goteantes, túneles barrenados a mano y canales artificiales de aguas rápidas (11 km. construidos entre 1915 y1921 por 500 trabajadores; a razón de un muerto por cada mil metros de obras) surcan las tierras de León y Asturias.
A la ida todo es “hola, qué tal” y bromas entre el nutrido rebaño humano. Como estos cincuentones que aligeran el paso contra la pared, empujándonos al costado abismal. “Perdonad, somos de derechas”, suelta el de calzas ajustadas. La camaradería dura lo que la salida de las ampollas y el recital de ufas, resoplidos y balbuceantes puteadas. Pero para eso falta mucha roca y luz, como tres horas de macizos y asilados refugios de pastores y senderistas en lucha contra la imponente verticalidad, y caravanas de babosas o gusanos negros, flácidos, regordetes, tipo sanguijuelas o culebras por el sendero.
El sol ilumina las faldas montañosas pobladas de madroños, espinos, rosas silvestres, roquedos, pastizales. Un pájaro anónimo pía con eco redoblado, tres mariposas aletean una simétrica demostración aérea, un caracol alardea su diseño en espiral y un estruendo de trueno nos paraliza. Volvemos la mirada y llueven piedras, cascotes y rocas bajan por un barranco con violencia fulminante. Todo a diez breves pasos, segundos atrás. “A la mierda”, rajamos tras la estampida.
Lo primero que hace la cabra es mirar con altanería desconfiada, cobarde y temible a la vez. Rumia entre lo doméstico y lo huraño: igual se deja fotografiar a distancia o se pierde, cabreada. Cabrales era el queso con patatas que nos zampamos en Bulnes (concejo asturiano de Cabrales), uno de los pocos pueblos de España que carece de acceso rodado, apenas unido al mundo por un funicular. Un núcleo cabraliego de ubicación caprichosa y remota, aunque “estratégico” por sus buenos pastos. Consta de dos pequeñas aldeas poco habitadas: arriba Bulnes El Castillo, y abajo y a la izquierda, Bulnes La Villa; separadas por una empinada vertiente de aludes, y enclavadas entre cadenas montañosas.
El regreso lo emprendemos a zancadas porque se nos viene la noche y ahí te quiero ver. Atrás dejamos una delgada columna de humo que se levanta de un minúsculo rancho de piedra, y nos llevamos un persistente olor a granja adherido a las botas. El apurón deja como doloroso saldo un chichón en la cresta en una gruta de peñascos picudos y rasguños causados por una absurda caída sobre un matojo bien articulado y espinoso. Nada grave, excepto un fémur dislocado.